Antártica. El espectáculo y la candente guerra fría

La política como espectáculo no es novedad. Es decir, la espectacularización de la política, lo frívolo y superfluo como enganche de paladares que desean lo menos serio y lo más fácil, como propuso la académica española Salomé Berrocal (Diez-Garrido, 2017), es un proceso de larga tradicióny, hoy por hoy, parte de un repertorio más o menos conocido. Sin ir más lejos, mientras escribo estas líneas, el presidente de Argentina está presentando su libro —en medio de acusaciones de plagio a diferentes académicos, entre ellos un par de chilenos— mientras canta, con ceño furioso y pelo en movimiento, canciones de la banda argentina La Renga. Milei, desde muy temprano, comprendió los códigos del espectáculo: sus apariciones en medios de comunicación y sus alocuciones en distintas plataformas, los ojos furiosos y la frente sudada en cada uno de sus discursos; sus publicaciones (burlas) en redes sociales e, incluso, su apariencia, están bajo el signo de la teatralidad y la efervescencia. No es el primero. Años atrás, en plena campaña presidencial, Trump ocupó la misma postura histriónica que utilizaba en TheApprentice para enfrentarse a Hillary Clinton, ninguneándola y respondiendo evasivamente a sus cuestionamientos. Volviendo a América Latina, en la década pasada, en los años recientes y en los meses más cercanos, políticos, candidatos y autoridades de izquierdas y derechas han bailado al ritmo de Thriller, cantado a coro con sus hijos en programas de entrevistas o subido memes y respondiendo por X (ex Twitter) a cada interpelación del bando contrario, aunque sean perogrulladas. En todo esto, de apariencia inocua, hay una comprensión de lo espectacular, en el sentido que Guy Debordescribía La sociedad del espectáculo (1967): las relaciones entre las personas y las sociedades están mediadas por imágenes, por lo llamativo, por lo que causa asombro. La imagen manda.
El espectáculo esconde el peso de la realidad o, al menos, la hace liviana. Hace un poco más de una semana, distintos medios internacionales, especialmente británicos (lo cual es un dato no menor y, a la postre, importante), se hicieron eco de una información que por este lado del mundo se consideró alarmante, principalmente debido a sus implicaciones geopolíticas y estratégicas: una expedición científica de la ROSGEO (RussianGeological ExplorationHolding), agencia rusa dedicada a la exploración de reservas minerales, habría encontrado una cantidad exorbitante de petróleo bajo el hielo antártico, más específicamente, sobre territorio marino reclamado por Gran Bretaña, Argentina y Chile. Rusia no ha confirmado oficialmente el hallazgo, pero se manejan cifras tentadoras: más de 500 mil millones de barriles de petróleo, lo que superaría a la producción del Mar del Norte, de Arabia Saudí y de Vaca Muerta, en Argentina. Como todo es simulación e imagen, la noticia alarma, pero, al menos por ahora, no se puede hacer demasiado. Hasta el momento no hay alguna declaración rusa que señale la voluntad expresa de extracción: todo está en el marco de la buena convivencia y la exploración científica, tal como lo señala el Tratado Antártico de 1959, donde uno de los firmantes iniciales (además de Gran Bretaña, Argentina y Chile) fue, justamente, la URSS.
Aquí, todo se complica un poco. Este año, Estados Unidos (otro de los firmantes originales) llegó a un acuerdo con Argentina para instalar una base militar en Ushuaia, en medio de declaraciones de buena crianza y cooperación hemisférica. Detrás de la imagen espectacular podrían esconderse otros intereses: neutralizar la creciente importancia regional de China y su socio beligerante, Rusia. Aquí, la arremetida de Milei: entre espectáculo y furia, subió la apuesta y, además de estrechar las relaciones con Estados Unidos, levantó el tono mediante la compra de aviones caza F-16 a Dinamarca. Si bien puede ser una compra regular y que no genera mayor inestabilidad militar a la región (a Chile, por ejemplo), el mensaje es incierto. O, mejor dicho, genera incertidumbre, porque, en realidad, está más o menos claro. ¿Qué ha hecho Chile? La noticia del descubrimiento ruso generó incertidumbre y reavivó, parcialmente, el debate sobre ese territorio que un día fue política nacional: la Antártica. El presidente Boric, por X, declaró que el continente blanco es un territorio de “ciencia y de paz” y que Chile “se opondrá firmemente a cualquier explotación comercial de minerales e hidrocarburos”. Es decir, el país tiene intereses (militares, estratégicos, económicos y científicos) y no gusta el hallazgo.La falta de certezas camina por dos vías: primero, ¿podría sostenerse el reclamo antártico como país interesado? Lo cierto es que la zona de supuesto hallazgo está justo en el límite de la reclamación chilena, pero lo suficientemente cerca como para poner atención a las posibles implicancias económicas, estratégicas y, sobre todo, naturales y ambientales. Chile, es casi seguro, mantendrá el tono del reclamo y apelará al cumplimiento de lo firmado. Segundo ¿las potencias occidentales dan tranquilidad de que cumplirán con los tratados? Aquí, conviene pensar que sí —aunque en la sombra del corazón pensemos que no—, pero sin dejar de especular. El 2048 los países firmantes (más de 50) puede pedir la revisión del tratado. Claramente, las condiciones energéticas y políticas habrán cambiado y con ello la visión de las potencias sobre la Antártica. Si nos dejásemos llevar por la distopía, J. G. Ballard, autor de La sequía (1964), tendría razón y la Antártica sería codiciada por la cantidad de agua para un mundo que se va quedando sin ella. Aunque con el avance del derretimiento de los glaciares antárticos, habría que ver qué es lo queda. Lo cierto es que, en este momento, hay un vértigo regional en torno a la acción de las potencias occidentales que ya miran con atención lo que pasa acá en el sur. Habría que ver cómo sigue el espectáculo y la candente guerra fría.

Dr. Fabián Andrés Pérez,
Académico Departamento de Humanidades,
UNAB, Viña del Mar.