Lenguaje e inclusión social. ¿Algo más que (re) imaginar la educación?
En 2016, el Consejo Nacional de Cultura y las Artes del Gobierno de Chile publicó la “Guía del Lenguaje Inclusivo de Género”. En 2017 y en esta misma línea, el Ministerio de Educación junto con el Ministerio de la Mujer y la Equidad de Género, aprobó el manual “Comuniquemos para la igualdad. Orientaciones para un uso de lenguaje no sexista e inclusivo”. Ambos documentos creados con el propósito de sugerir usos del lenguaje que garanticen la igualdad de género, resguardando el empleo no sexista de términos y/o expresiones.
Propósito justo e inclusivo si se considera el lenguaje, en su uso cotidiano, como un espejo de formas de pensamiento que subyacen en la cognición social de las comunidades de habla. Propósito coherente, por lo demás, con el documento publicado recientemente por UNICEF “Reimaginar juntos nuestro futuro: un nuevo contrato social para la educación”, donde nos invita a usar la tecnología de manera inclusiva y con una visión de la educación como proyecto público que incorpore la contribución de todos, sin excepciones. Una representación idealista y magnánima, aunque necesaria en una era donde la discriminación carece de aceptación o valoración. ¿O no?
Aunque los detractores del lenguaje inclusivo invoquen argumentos como la deformación del idioma o -con menos originalidad- la autoridad de la RAE, la discusión sobre la segregación de grupos, la discriminación y la apología de discursos de odio debe ser abordada con seriedad en todas las dimensiones del plano social. Si bien el empleo de las formas o etiquetas cotidianas debe tener un mínimo de criterio, la discusión no debe quedarse solo en eso, pues las ideas pueden presentarse de muchas formas desde el punto de vista lingüístico y no lingüístico; la discriminación puede adoptar muchos rostros, como los eufemismos o las metáforas del lenguaje cotidiano, por referir algunos usos a modo de ejemplo.
Y es que si bien la relación entre el plano formal (palabras) y las ideas (contenidos) tiene un amplio respaldo teórico -como la idea de que el lenguaje crea realidades (Watzlawick), la relación entre lenguaje y pensamiento (hipótesis SapirWhorf) o los supuestos de la lingüística cognitiva (Lakoff y Johnson)-, no es posible que solo discutamos qué o cuál forma de expresión debe ser usada o sugerida por las comunidades educativas para garantizar que no se discrimina a nadie y que se incluye a todos. La discusión es más profunda y radica en las formas de pensamiento que se plasman en gestos, actitudes o acciones, y no solo en lo verbal.
Y es que en sugerir no hay nada malo, siempre y cuando no signifique una imposición. De esto sabe ya la RAE, pues ha tenido que incorporar en sus diccionarios formas que antaño eran consideradas incorrectas. La lengua la hacen los hablantes y no a la inversa, y lo que se manifiesta en la forma no es otra cosa que su correspondiente representación mental. Es por ello que el documento de la UNICEF sobre reimaginar la educación también invita a transformar y a reimaginar, en este plano, los derechos sociales de los miembros de las comunidades educativas.
Las facultades de educación tienen mucha responsabilidad en ello, pues la inclusión va más allá de lo formal, implica una nueva forma de entender y vivir la educación. ¿Cómo garantizar entonces, desde la formación inicial de profesores, una visión inclusiva que refleje una forma de pensamiento que no sea un mero cambio en la forma del lenguaje? Las universidades que forman profesionales de la educación tienen un rol importante en la consecución de dicho propósito.
Abraham Novoa Académico Carrera de Educación Diferencial Universidad de Las Américas Sede Concepción