Oro, plata y entertainment
La superación física, el esfuerzo mental, la lucha con uno mismo y la representación de cada país a través de sus competidores, parecen ensombrecerse torpemente con las ofensas religiosas, las polémicas de género, caídas de auspiciadores, búsquedas de los más atractivos nadando los 100 metros o de las más bellas corriendo en relevos.
No solo las redes sociales han hecho festín de fenómenos peculiares que giran alrededor de las Olimpiadas, los medios masivos, entre uno y otro juego, también se han hecho eco de estas singularidades que, la mayoría de las veces, y en una suerte de efecto dopamínico para el público, cobran más importancia que el propósito último de estas competencias.
Aunque resulte inherente al ser humano distraerse con facilidad o enredarse en las cáscaras antes de llegar a los frutos, los medios una vez más hacen de estos aderezos la oportunidad de obtener algunos puntos más de audiencia, entre risas socarronas, datos freaks y comentarios superficiales que no hacen más que convertir la solemnidad de las disciplinas deportivas en una mercancía más de consumo fácil y barato.
Desde hace por lo menos cuatro décadas se viene observando, a la luz de investigaciones y ojos críticos como los del sociólogo Zygmut Bauman y el filósofo Gilles Lipovetsky, que la sociedad se ha “escenificado” en una permanente forma de show de digestión rápida. En este caso, las proezas deportivas van intercalándose con chismes y epifenómenos en una multitud de pantallas que se autofagocitan con futilidad día a día, siempre en la búsqueda de la simpatía rápida, del like. Es el vaciado de los hechos al receptáculo del consumo social con cierta compulsión adictiva potenciada por las redes sociales y Snoop Dogg, a quien la NBC pagaría 500 mil dólares por día.
La superación de un récord mundial, el trabajo de 4 años invertido en un solo ejercicio o el abnegado sacrificio físico de cada disciplina olímpica, ya no parecen ser parte de un discurso lo suficientemente atractivo para la exégesis deportiva, el asombro que produce un metabolismo privilegiado o el deleite que despierta un juego de equipo bien afinado, ahora prevalece el punto de vista farandulezco, la apreciación exclusivamente estética o el detalle malicioso que incendia TikTok o Instagram. La banalidad cultural, fruto de un narcisismo apático parece invadirlo todo. Ya van más de 50 años de la aparición de ese clásico “La sociedad del espectáculo”, y su autor, Guy Debord, no para de tener razón.
Es cierto que una inauguración olímpica ambiciosa, extensísima, de escenas sobrepuestas en pastiche, digitalmente manipuladas y proyectadas en pantallas a los ingenuos espectadores que pagaron hasta 4.000 euros para pararse frente al Sena, no ayuda en nada a hacer foco en el sentido de este certamen, pero más allá de la contingencia parisina, parece notorio que estás necesidades “de mercado”, “de venta de derechos”, “de transmisión atractiva”, se están engullendo el verdadero propósito y valor deportivo que desea enarbolarse como símbolo de triunfo y superación humana. Y nada parece corregir el curso hasta ahora. Para el cierre, Tom Cruise hará muestrario de sus acrobacias cinematográficas con el fin de tomar la bandera y hacer la transición a las Olimpiadas de Los Angeles 2028, sí, Tom Cruise, tal como aquí lo lee. ¿Espectacular?, sin duda, pero no debiera serlo más que las medallas ganadas por nuestro país o por cualquier otro.
Dispuesto así el escenario, esperemos que, terminados estos juegos, los laureles olímpicos no terminen, como en cualquier otro simple espectáculo, tirados en un rincón como objeto de utilería.
Maciel Campos Director Escuela de Publicidad y Relaciones Públicas Universidad de Las Américas